Buenos Aires hacia 1852.
Existe en una estación de subterráneos de la ciudad de Buenos Aires, un inmenso mural compuesto por mayólicas que muestra la caravana infame de las tropas entrerrianas con rumbo al antiguo Fuerte, tras las acciones de la batalla de Caseros. Avanzan ante un público que lo celebra y lo escolta hasta el frontón de aquél. No hay rostros tristes; el autor de esa obra tampoco permitió que los hubiera. Esa estación, no por nada, recibe el nombre de “Urquiza”. Estos detalles, por cierto, no se condicen con la verdad histórica, pues finalizada la batalla en cuestión, y en los días subsiguientes a la misma, lo que primó en Buenos Aires fue una atroz carnicería y todo tipo de prohibiciones, acaso dignos rasgos de los que venían a “civilizar”. En vez de felicidad y encanto, sobraban en el pueblo las muestras de miedo y de terror.
El 3 de febrero de 1852 supuestamente se derrotaba al “tirano” Juan Manuel de Rosas, y se aclamaba a los cuatro vientos el triunfo de la “civilización”, pero la realidad de los acontecimientos desencadenados más tarde, por las calles y lugares públicos de la ciudad portuaria y alrededores, distaron mucho de tal predicamento.
Federales asesinados y cadáveres colgados
Justo José de Urquiza, proclamado por el triunfo de las armas brasileñas, alemanas, uruguayas y “federales” como nueva autoridad suprema de la Confederación Argentina, renovaría en Caseros la misma práctica del degüello demostrada en viejos y olvidados triunfos federales como los de Pago Largo, India Muerta o la batalla de Vences. Una orden suya fue suficiente para que asesinaran a Claudio Mamerto Cuenca, el médico que atendía en Santos Lugares a los soldados rosistas heridos en el campo de batalla. Allí, en su lugar de trabajo, fue muerto por las hordas urquicistas. Más adelante, y también por una orden personal de Urquiza, el coronel Martiniano Chilavert fue asesinado salvajemente de un certero sablazo en la cabeza, “como a un traidor” según le proferían sus verdugos mientras Chilavert los contrariaba con furia. Otro caído en desgracia resultó ser el coronel Martín de Santa Coloma. Su muerte fue a lanzazos limpios y ocurrió afuera de la capilla de Santos Lugares. Le sujetaron los cabellos y, enseguida nomás, lo lancearon sin mediar palabras. El “civilizado” Domingo Faustino Sarmiento, años más tarde, declarará haber sentido “placer” al contemplar este último asesinato.
El general César Díaz, que había luchado a favor de Urquiza en Caseros, dejó impresionantes muestras de aquella barbarie que sus ojos contemplaban. Dice así en un párrafo: “Un bando del general en jefe [Urquiza] había condenado a muerte al regimiento del coronel Aquino, y todos los individuos de ese cuerpo que cayeron prisioneros fueron pasados por las armas. Se ejecutaban todos los días de a diez, de a veinte y más hombres juntos… Los cuerpos de las víctimas quedaban insepultos, cuando no eran colgados de algunos de los árboles de la alameda que conducía a Palermo”. Y en otro párrafo, sostenía que “las gentes del pueblo que venían al cuartel general se veían obligadas a cada paso a cerrar los ojos para evitar la contemplación de los cadáveres desnudos y sangrientos que por todos lados se ofrecían a sus miradas; y la impresión de horror que experimentaban a la vista de tan repugnante espectáculo trocaba en tristes las halagüeñas esperanzas que el triunfo de las armas aliadas hacía nacer”. Sugiere el general Díaz que, entre los que pendían de los árboles adyacentes al usurpado Palacio de San Benito de Palermo, se encontraban también los dos hermanos oficiales que comandaban la división Galán, “cuyos cadáveres vi yo mismo”, nos dice.
La gente no podía creer las horrendas escenas que observaba, donde las descargas de los pelotones de fusilamiento tronaban a cada instante. “Hablaba una mañana con una persona que había venido de la ciudad a visitarme –señala el general César Díaz-, cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. La persona que me hablaba, sospechando la verdad del caso, me preguntó: -¿Qué fuego es ése? –Debe ser ejercicio- respondí yo sencillamente, que tal me había parecido; pero otra persona, que sobrevino en ese instante y que oyó mis últimas palabras: -¡Qué ejercicio ni qué broma –dijo-; si es que están fusilando gente!”.
600 fusilados en el acto
Se estima que los fusilamientos, los degüellos y la anarquía en Buenos Aires continuaron durante 15 o 20 días, contabilizando desde el 3 de febrero de 1852. Así, por ejemplo, el 4 de febrero fueron prácticamente saqueadas todas las casas de comercio, a saber: tiendas, pulperías, casas de platería, zapaterías, etc. Como la situación pareció írsele de las manos, el gobierno urquicista “mandó a los ciudadanos que armados en partidas de diez o más hombres, salieran a contener los ladrones, y a los que agarrasen robando, en el acto los fusilaran, como lo efectuaron habiendo muerto a más de seiscientos ladrones”, narra en sus famosas Memorias Curiosas, Juan Manuel Beruti. Esta auténtica carnicería, fue llevada a cabo por numerosos ciudadanos y por tropas de línea de infantería y de caballería, las cuales “rondaban de día y de noche la ciudad, incluso los extranjeros, quienes también se unieron con nuestras patrullas”, afirma Beruti.
En verdad, la jornada del 4 de febrero con el lastre de 600 fusilados tuvo como uno de sus máximos responsables al cuñado del depuesto Rosas, el general Lucio Norberto Mansilla, quien, según lo consigna Juan Manuel Beruti en sus Memorias Curiosas, “cuando vio [Mansilla] la ruina del ejército de su hermano (sic) y dispersión de sus tropas, les dijo a los soldados que se fueran e hicieran lo que quisieran, y se ocultó, que fue a decirles, vayan a robar y saquear”. De esta manera, no hay exactas comprobaciones de que los “ladrones” fueran tales sino, más bien, antiguos soldados federales que fueron instigados, adrede, para que roben y asalten los negocios y tiendas de Buenos Aires.
Sobre la cobarde actitud de Lucio N. Mansilla en aquellos sangrientos días posteriores a la batalla de Caseros, relata Beruti lo que sigue: “El pícaro de Lucio Mansilla, fue tan bajo e indecente, que el día 4 proclamó públicamente en la plaza Mayor; viva el general don Justo Urquiza, y muera don Juan Manuel de Rosas, ¡mire qué cuñado y beneficiado! y después mandó su soldadesca saquear y robar las casas de la ciudad”.
También ese mismo 4 de febrero, se mandaron quitar las consignas “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios! ¡Muera el loco traidor salvaje unitario Urquiza!” de las divisas punzó. Idéntica suerte corrieron, a su vez, el empleo de la cinta punzó de cintillo en la copa del sombrero y el uso del chaleco federal. En la misma postura “liberadora” y “civilizada”, fue prohibida la exhibición de banderas bicolores punzó y blancas, y en su lugar fueron permitidas únicamente banderas de paño blanco. Así, plena de blancas banderas, habría de amanecer Buenos Aires el 5 de febrero de 1852.
El día 5 de febrero depusieron a quien había sido el jefe de policía del régimen depuesto, don Juan Moreno, y en su reemplazo se ubicó al coronel Blas Pico. Dos días más tarde, el 7 del mismo mes, fueron suprimidos los moños punzó que llevaban las mujeres en sus cabezas como prenda de vestir. Es decir, se intentó suprimir todo vestigio del federalismo argentino.
Lucio V. Mansilla, hijo del cuñado de Rosas, al intentar explicar el carácter de Justo José de Urquiza luego de ejecutadas sus órdenes de degüellos y fusilamientos indiscriminados tras Caseros, escribió: “Urquiza, el nuevo dictador por la espada, había proclamado perdón y olvido, ni vencedores ni vencidos; pero cruelmente negaba con los hechos el significado de tan bellas palabras. Comenzó torpemente en Buenos Aires. No se hizo simpático. Su vida toda de aventuras y de luchas, hasta llegar a las puertas de Buenos Aires, no había sido más que una carnicería; y, su parte, la del león”.
Una versión sueca de los desmanes
Presa del miedo que inundaba al vecindario de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre, de nacionalidad sueca, dejó plasmadas interesantes noticias e impresiones sobre los acontecimientos ocurridos durante y después de la batalla de Caseros. Cabe agregar que Adlersparre revistaba como oficial de la corbeta sueca “Lagerbjelke”, la cual permaneció amarrada en el antiguo puerto de la ciudad capital. Las impresiones están en un documento fechado en Buenos Aires el 15 de febrero de 1852, y el mismo describe la desesperación de un tal Smitt, compatriota suyo, que tenía una “casa de comercio, que él mismo custodió con sus trabajadores armados con armas de nuestra corbeta [la “Lagerbjelke”]. Durante la noche llegaron varias personas pidiendo protección sueca”.
Sugiere el teniente Adlersparre, que el Consulado de Suecia también brindó refugio a los ciudadanos suecos que vivían en Buenos Aires. “Entre los que se refugiaron en el Consulado sueco había 3 suecos –dice el militar-, además de algunos nativos, de los cuales uno representaba al Gobierno Nacional”. Agrega Adlersparre que de todas las fuerzas desplegadas por Juan Manuel de Rosas en la lucha, la artillería fue el arma más fiel que tuvo, seguido de la caballería, y habla de la dudosa actitud que tuvo en las acciones el general Ángel Pacheco, a la sazón, general en jefe del ejército rosista.
Respecto a la lúgubre cacería que hubo la noche del 4 de febrero de 1852, en la que fueron masacrados 600 individuos por las calles de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre difiere en algunos pormenores de la versión dada por Beruti: “(…) A la mañana siguiente grupos de soldados que con pocas excepciones eran restos de las fuerzas armadas de Rosas, empezaron a robar en las mejores tiendas, principalmente en las joyerías. Para engañar a los habitantes de la ciudad estos malhechores se habían puesto un pedacito de tela blanca a manera de coraza, que era el símbolo de las fuerzas de Urquiza, mientras que las tropas de Rosas utilizaban un pedacito de tela roja que de una manera rara había sido puesta alrededor del abdomen”. Luego de haber sido anoticiado por los saqueos, el general Urquiza mandó colocar ordenanzas en las calles, a quienes les dio como única orden “tirar contra los que trataban de robar”.
Dentro de esas medidas sanguinolentas, Urquiza dictó una proclama “por la que durante ocho días todos los que habían sido encontrados robando o fueran encontrados robando, serían fusilados a los 15 minutos en el mismo lugar donde habían robado”, expresa el oficial de Suecia. Además, asegura que hubo al menos 6 marinos norteamericanos que colaboraron en la persecución de los saqueadores, y que el cónsul de Estados Unidos, al ver que unas 16 o 18 personas, con lanzas en mano, intentaban derribar la puerta de una tienda, les sugirió que se retiren, “pero en lugar de irse dispararon un tiro contra él, que no le alcanzó, y entonces el Cónsul ordenó a los marineros que tiraran. Dos hombres y sus caballos cayeron y los demás huyeron”, añade el teniente Adlersparre.
Miembros del brazo armado de la Sociedad Popular Restauradora, esto es, la Mazorca, eran buscados en sus casas para ser arrastrados fuera de ellas. Después, casi en el acto, eran degollados o fusilados. Axel Adlersparre dirá que “muchas escenas salvajes he visto, pero nunca vi hombres sacrificados con tanta ligereza y tan sin piedad, como en esos días”. Las mujeres porteñas tampoco se salvaron, pues eran pasadas por las armas si las tropas entrerrianas les encontraban en sus hogares joyas robadas de las tiendas. Aquello era dantesco.
Urquiza, que nunca pudo ganarse ni alcanzar la popularidad entre la gente de Buenos Aires, hizo su entrada triunfal el 20 de febrero de 1852. Algunos lo aplaudieron, pero otros se mostraron indiferentes. A pesar de que había prohibido el uso del cintillo punzó, en esa pasada Urquiza lo lució en su uniforme, tal vez como una muestra de que algo de federal le quedaba. Sin embargo, la situación no era propicia, y menos aún cuando al paso de las tropas del Brasil el público despidió una silbatina más que sugerente. El 21 de febrero, restablece el uso del cintillo federal mediante un bando. Ya tenía algunos enemigos internos, Urquiza, incluso desde antes de la firma del Acuerdo de San Nicolás (31 de mayo de 1852), donde el entrerriano fue nombrado Director Provisional de la República.
En esos días, Urquiza reconocerá su infame traición al usurpar el gobierno que dirigía honorablemente Juan Manuel de Rosas. En carta al ministro inglés Roberto Gore, expresará lo que sigue: “Tentado estoy de llamar a Rosas, pues sólo él es capaz de gobernar aquí… Decían que era detestable la tiranía, pero ahora resulta insoportable la demagogia… Toda la vida me atormentará constantemente el recuerdo del inaudito crimen que cometí al cooperar, en el modo en que lo hice, a la caída del general Rosas. Temo siempre ser medido con la misma vara, y muerto con el mismo cuchillo, por los mismos que por mis esfuerzos y gravísimos errores he colocado en el poder”.
Los desórdenes continuaron, los muertos se apilaban en las calles, y Urquiza, horrorizado por sentirse constructor de tamaña realidad, empezaba a desconfiar de los salvajes unitarios que, tarde o temprano, lo sacarían del poder hasta confinarlo en su Palacio de San José, en Entre Ríos. En ese mismo sitio hallará la muerte, una tarde de abril de 1870.
Autor
Gabriel Oscar Turone
El 3 de febrero de 1852 supuestamente se derrotaba al “tirano” Juan Manuel de Rosas, y se aclamaba a los cuatro vientos el triunfo de la “civilización”, pero la realidad de los acontecimientos desencadenados más tarde, por las calles y lugares públicos de la ciudad portuaria y alrededores, distaron mucho de tal predicamento.
Federales asesinados y cadáveres colgados
Justo José de Urquiza, proclamado por el triunfo de las armas brasileñas, alemanas, uruguayas y “federales” como nueva autoridad suprema de la Confederación Argentina, renovaría en Caseros la misma práctica del degüello demostrada en viejos y olvidados triunfos federales como los de Pago Largo, India Muerta o la batalla de Vences. Una orden suya fue suficiente para que asesinaran a Claudio Mamerto Cuenca, el médico que atendía en Santos Lugares a los soldados rosistas heridos en el campo de batalla. Allí, en su lugar de trabajo, fue muerto por las hordas urquicistas. Más adelante, y también por una orden personal de Urquiza, el coronel Martiniano Chilavert fue asesinado salvajemente de un certero sablazo en la cabeza, “como a un traidor” según le proferían sus verdugos mientras Chilavert los contrariaba con furia. Otro caído en desgracia resultó ser el coronel Martín de Santa Coloma. Su muerte fue a lanzazos limpios y ocurrió afuera de la capilla de Santos Lugares. Le sujetaron los cabellos y, enseguida nomás, lo lancearon sin mediar palabras. El “civilizado” Domingo Faustino Sarmiento, años más tarde, declarará haber sentido “placer” al contemplar este último asesinato.
El general César Díaz, que había luchado a favor de Urquiza en Caseros, dejó impresionantes muestras de aquella barbarie que sus ojos contemplaban. Dice así en un párrafo: “Un bando del general en jefe [Urquiza] había condenado a muerte al regimiento del coronel Aquino, y todos los individuos de ese cuerpo que cayeron prisioneros fueron pasados por las armas. Se ejecutaban todos los días de a diez, de a veinte y más hombres juntos… Los cuerpos de las víctimas quedaban insepultos, cuando no eran colgados de algunos de los árboles de la alameda que conducía a Palermo”. Y en otro párrafo, sostenía que “las gentes del pueblo que venían al cuartel general se veían obligadas a cada paso a cerrar los ojos para evitar la contemplación de los cadáveres desnudos y sangrientos que por todos lados se ofrecían a sus miradas; y la impresión de horror que experimentaban a la vista de tan repugnante espectáculo trocaba en tristes las halagüeñas esperanzas que el triunfo de las armas aliadas hacía nacer”. Sugiere el general Díaz que, entre los que pendían de los árboles adyacentes al usurpado Palacio de San Benito de Palermo, se encontraban también los dos hermanos oficiales que comandaban la división Galán, “cuyos cadáveres vi yo mismo”, nos dice.
La gente no podía creer las horrendas escenas que observaba, donde las descargas de los pelotones de fusilamiento tronaban a cada instante. “Hablaba una mañana con una persona que había venido de la ciudad a visitarme –señala el general César Díaz-, cuando empezaron a sentirse muchas descargas sucesivas. La persona que me hablaba, sospechando la verdad del caso, me preguntó: -¿Qué fuego es ése? –Debe ser ejercicio- respondí yo sencillamente, que tal me había parecido; pero otra persona, que sobrevino en ese instante y que oyó mis últimas palabras: -¡Qué ejercicio ni qué broma –dijo-; si es que están fusilando gente!”.
600 fusilados en el acto
Se estima que los fusilamientos, los degüellos y la anarquía en Buenos Aires continuaron durante 15 o 20 días, contabilizando desde el 3 de febrero de 1852. Así, por ejemplo, el 4 de febrero fueron prácticamente saqueadas todas las casas de comercio, a saber: tiendas, pulperías, casas de platería, zapaterías, etc. Como la situación pareció írsele de las manos, el gobierno urquicista “mandó a los ciudadanos que armados en partidas de diez o más hombres, salieran a contener los ladrones, y a los que agarrasen robando, en el acto los fusilaran, como lo efectuaron habiendo muerto a más de seiscientos ladrones”, narra en sus famosas Memorias Curiosas, Juan Manuel Beruti. Esta auténtica carnicería, fue llevada a cabo por numerosos ciudadanos y por tropas de línea de infantería y de caballería, las cuales “rondaban de día y de noche la ciudad, incluso los extranjeros, quienes también se unieron con nuestras patrullas”, afirma Beruti.
En verdad, la jornada del 4 de febrero con el lastre de 600 fusilados tuvo como uno de sus máximos responsables al cuñado del depuesto Rosas, el general Lucio Norberto Mansilla, quien, según lo consigna Juan Manuel Beruti en sus Memorias Curiosas, “cuando vio [Mansilla] la ruina del ejército de su hermano (sic) y dispersión de sus tropas, les dijo a los soldados que se fueran e hicieran lo que quisieran, y se ocultó, que fue a decirles, vayan a robar y saquear”. De esta manera, no hay exactas comprobaciones de que los “ladrones” fueran tales sino, más bien, antiguos soldados federales que fueron instigados, adrede, para que roben y asalten los negocios y tiendas de Buenos Aires.
Sobre la cobarde actitud de Lucio N. Mansilla en aquellos sangrientos días posteriores a la batalla de Caseros, relata Beruti lo que sigue: “El pícaro de Lucio Mansilla, fue tan bajo e indecente, que el día 4 proclamó públicamente en la plaza Mayor; viva el general don Justo Urquiza, y muera don Juan Manuel de Rosas, ¡mire qué cuñado y beneficiado! y después mandó su soldadesca saquear y robar las casas de la ciudad”.
También ese mismo 4 de febrero, se mandaron quitar las consignas “¡Viva la Confederación Argentina! ¡Mueran los salvajes asquerosos unitarios! ¡Muera el loco traidor salvaje unitario Urquiza!” de las divisas punzó. Idéntica suerte corrieron, a su vez, el empleo de la cinta punzó de cintillo en la copa del sombrero y el uso del chaleco federal. En la misma postura “liberadora” y “civilizada”, fue prohibida la exhibición de banderas bicolores punzó y blancas, y en su lugar fueron permitidas únicamente banderas de paño blanco. Así, plena de blancas banderas, habría de amanecer Buenos Aires el 5 de febrero de 1852.
El día 5 de febrero depusieron a quien había sido el jefe de policía del régimen depuesto, don Juan Moreno, y en su reemplazo se ubicó al coronel Blas Pico. Dos días más tarde, el 7 del mismo mes, fueron suprimidos los moños punzó que llevaban las mujeres en sus cabezas como prenda de vestir. Es decir, se intentó suprimir todo vestigio del federalismo argentino.
Lucio V. Mansilla, hijo del cuñado de Rosas, al intentar explicar el carácter de Justo José de Urquiza luego de ejecutadas sus órdenes de degüellos y fusilamientos indiscriminados tras Caseros, escribió: “Urquiza, el nuevo dictador por la espada, había proclamado perdón y olvido, ni vencedores ni vencidos; pero cruelmente negaba con los hechos el significado de tan bellas palabras. Comenzó torpemente en Buenos Aires. No se hizo simpático. Su vida toda de aventuras y de luchas, hasta llegar a las puertas de Buenos Aires, no había sido más que una carnicería; y, su parte, la del león”.
Una versión sueca de los desmanes
Presa del miedo que inundaba al vecindario de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre, de nacionalidad sueca, dejó plasmadas interesantes noticias e impresiones sobre los acontecimientos ocurridos durante y después de la batalla de Caseros. Cabe agregar que Adlersparre revistaba como oficial de la corbeta sueca “Lagerbjelke”, la cual permaneció amarrada en el antiguo puerto de la ciudad capital. Las impresiones están en un documento fechado en Buenos Aires el 15 de febrero de 1852, y el mismo describe la desesperación de un tal Smitt, compatriota suyo, que tenía una “casa de comercio, que él mismo custodió con sus trabajadores armados con armas de nuestra corbeta [la “Lagerbjelke”]. Durante la noche llegaron varias personas pidiendo protección sueca”.
Sugiere el teniente Adlersparre, que el Consulado de Suecia también brindó refugio a los ciudadanos suecos que vivían en Buenos Aires. “Entre los que se refugiaron en el Consulado sueco había 3 suecos –dice el militar-, además de algunos nativos, de los cuales uno representaba al Gobierno Nacional”. Agrega Adlersparre que de todas las fuerzas desplegadas por Juan Manuel de Rosas en la lucha, la artillería fue el arma más fiel que tuvo, seguido de la caballería, y habla de la dudosa actitud que tuvo en las acciones el general Ángel Pacheco, a la sazón, general en jefe del ejército rosista.
Respecto a la lúgubre cacería que hubo la noche del 4 de febrero de 1852, en la que fueron masacrados 600 individuos por las calles de Buenos Aires, el teniente Axel Adlersparre difiere en algunos pormenores de la versión dada por Beruti: “(…) A la mañana siguiente grupos de soldados que con pocas excepciones eran restos de las fuerzas armadas de Rosas, empezaron a robar en las mejores tiendas, principalmente en las joyerías. Para engañar a los habitantes de la ciudad estos malhechores se habían puesto un pedacito de tela blanca a manera de coraza, que era el símbolo de las fuerzas de Urquiza, mientras que las tropas de Rosas utilizaban un pedacito de tela roja que de una manera rara había sido puesta alrededor del abdomen”. Luego de haber sido anoticiado por los saqueos, el general Urquiza mandó colocar ordenanzas en las calles, a quienes les dio como única orden “tirar contra los que trataban de robar”.
Dentro de esas medidas sanguinolentas, Urquiza dictó una proclama “por la que durante ocho días todos los que habían sido encontrados robando o fueran encontrados robando, serían fusilados a los 15 minutos en el mismo lugar donde habían robado”, expresa el oficial de Suecia. Además, asegura que hubo al menos 6 marinos norteamericanos que colaboraron en la persecución de los saqueadores, y que el cónsul de Estados Unidos, al ver que unas 16 o 18 personas, con lanzas en mano, intentaban derribar la puerta de una tienda, les sugirió que se retiren, “pero en lugar de irse dispararon un tiro contra él, que no le alcanzó, y entonces el Cónsul ordenó a los marineros que tiraran. Dos hombres y sus caballos cayeron y los demás huyeron”, añade el teniente Adlersparre.
Miembros del brazo armado de la Sociedad Popular Restauradora, esto es, la Mazorca, eran buscados en sus casas para ser arrastrados fuera de ellas. Después, casi en el acto, eran degollados o fusilados. Axel Adlersparre dirá que “muchas escenas salvajes he visto, pero nunca vi hombres sacrificados con tanta ligereza y tan sin piedad, como en esos días”. Las mujeres porteñas tampoco se salvaron, pues eran pasadas por las armas si las tropas entrerrianas les encontraban en sus hogares joyas robadas de las tiendas. Aquello era dantesco.
Urquiza, que nunca pudo ganarse ni alcanzar la popularidad entre la gente de Buenos Aires, hizo su entrada triunfal el 20 de febrero de 1852. Algunos lo aplaudieron, pero otros se mostraron indiferentes. A pesar de que había prohibido el uso del cintillo punzó, en esa pasada Urquiza lo lució en su uniforme, tal vez como una muestra de que algo de federal le quedaba. Sin embargo, la situación no era propicia, y menos aún cuando al paso de las tropas del Brasil el público despidió una silbatina más que sugerente. El 21 de febrero, restablece el uso del cintillo federal mediante un bando. Ya tenía algunos enemigos internos, Urquiza, incluso desde antes de la firma del Acuerdo de San Nicolás (31 de mayo de 1852), donde el entrerriano fue nombrado Director Provisional de la República.
En esos días, Urquiza reconocerá su infame traición al usurpar el gobierno que dirigía honorablemente Juan Manuel de Rosas. En carta al ministro inglés Roberto Gore, expresará lo que sigue: “Tentado estoy de llamar a Rosas, pues sólo él es capaz de gobernar aquí… Decían que era detestable la tiranía, pero ahora resulta insoportable la demagogia… Toda la vida me atormentará constantemente el recuerdo del inaudito crimen que cometí al cooperar, en el modo en que lo hice, a la caída del general Rosas. Temo siempre ser medido con la misma vara, y muerto con el mismo cuchillo, por los mismos que por mis esfuerzos y gravísimos errores he colocado en el poder”.
Los desórdenes continuaron, los muertos se apilaban en las calles, y Urquiza, horrorizado por sentirse constructor de tamaña realidad, empezaba a desconfiar de los salvajes unitarios que, tarde o temprano, lo sacarían del poder hasta confinarlo en su Palacio de San José, en Entre Ríos. En ese mismo sitio hallará la muerte, una tarde de abril de 1870.
Autor
Gabriel Oscar Turone
Bibliografía
Ezcurra Medrano, Alberto. “Las Otras Tablas de Sangre”, Editorial Haz, Septiembre de 1952.
Honorable Senado de la Nación. Biblioteca Mayo, Tomo IV, Parte 2°, Imprenta del Congreso de la Nación, Buenos Aires, 12 de abril 1960.
Revista de la Academia Nacional de la Historia. “La caída de Rosas. Versión de dos cronistas suecos”, Buenos Aires.
Röttjer, Aníbal Atilio. “Rosas. Prócer Argentino”, Ediciones Theoría, Buenos Aires, Septiembre 1972.
1 comentario:
La ciudad de Buenos Aires ha sido copada por lo peor de la Argentina. Ese infame mural lo demuestra.
¡Y no se pueden juntar cuatro patriotas con una lata de pintura asfaltica o mejor acido muriatico para pasarle una noche y borrarlo definitivamente1
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